El otro día visitando el zoológico con el grupo de niños/as y
preadolescentes que suelen llegar a los talleres educativos de Samaritanas, al
hablarnos la guía sobre los animales y con lo que suelen alimentarlos, una
muchacha de unos 14 años me dijo entre un susurro: “Comen mejor que nosotros”.
Más de una vez nos ha molestado la pobreza, mejor mirar para otro lado. Pero
cuando uno vive en Nicaragua como en cualquier otra parte del mundo, donde el
hambre forma parte de la pobreza, es muy difícil no mirar a otro lado.
Este “pan nuestro” de cada día para muchos millones de personas, me recordó
a otra situación vivida, de esas que te remueven el estómago. Hace unas semanas
en uno de los talleres con el grupo de mujeres, al iniciar con una dinámica de
presentación, en la que tenían que presentarse diciendo su nombre, algo que les
gustara y un lugar de su cuerpo donde les picara, una de las participantes,
posiblemente la más vulnerable de todas, quizá por tener una discapacidad
psíquica y vivir en uno de los barrios
más violentos de Managua, terminó en su turno diciendo: “… a mí me pica la
panza, porque hoy no comí”.
Es curioso comprobar como muchos niños/as cuando tenemos una actividad
especial, y por ende también un refrigerio especial, simplemente lo prueban con
un bocado y el resto lo llevan en la mano para compartirlo con el resto de su
familia, al menos con su mamá.
La discriminación alimentaria, la realidad del hambre, es humillante cuando
uno descubre que los alimentos que se producen actualmente podrían alimentar a
unos 12.000 millones de personas. En un mundo habitado por 7.000 millones de
seres humanos. Este es un gran problema, mejor dicho una gran injusticia en el
reparto equitativo de la Creación. En el tiempo que llevo por acá me he podido
dar cuenta que no solo podemos vivir con menos, sino también podemos vivir
comiendo menos. Las sociedades de consumo y de la sobreabundancia nos educan a
caer en el consumismo también de los alimentos. Y la mayoría de veces cada vez
menos naturales. Convirtiendo la comida en mercancía con la cual negociar,
especulando y jugando así con el hambre de millones de personas.
En Nicaragua la subnutrición alcanza casi el 20% de la población (según la
FAO), lo cual no quiere decir que el resto de la población tenga la oportunidad
de disponer de una dieta rica y variada. Reduciéndose así en el gallopinto
diario, (mezcla de arroz con frijoles), en desayuno, comida y cena; y si se
consiguen garantizar los tres tiempos de comidas.
Curiosamente, hablar del reparto de los alimentos también es hacerlo de la
desigualdad entre los sexos. Según Geraldina Céspedes, cuando las mujeres son
las responsables de producir más del 50% de los alimentos cultivados en nuestro
mundo, de todos los desnutridos del mismo, las mujeres representan el 74%. En muchas sociedades y culturas, las mujeres (jóvenes o adultas) comen
después de los miembros varones de la familia y no comen sentadas a la mesa,
sino en la cocina, muchas veces de pie y dando viajes del comedor a la cocina
para abastecer y servir a los hombres. Si la familia es de escasos recursos y
no hay suficiente cantidad y calidad de alimentos, ya nos podremos imaginar lo
que sucede con la alimentación de las mujeres de la familia.
“Tengo hambre”, me dijo el
viernes una mujer, clavándose en mí estas palabras. “Tuve hambre y me diste de
comer” (Mt. 25, 35), nos dice Jesús. No podemos seguir mirando hacia otro lado
o encogernos los hombros pensando que el mundo es así. Claro que nos toca, nos tiene que tocar el corazón. Sino, ¿qué humanidad lo habita? También el profeta
Isasías (Cap. 25) al hablarnos del banquete que Dios invita a todos y todas, nos
invita a luchar por un mundo donde ninguna persona quede excluida de participar
del festín de manjares suculentos y disfrutar por igual de los dones que Dios
regala para todos y todas. Saciando nuestra hambre y sed… de justicia.