Estar
lejos de casa, es siempre una oportunidad para conocer nuevas personas y
lugares. Y al mismo tiempo, dentro de los que supone la integración, hay
momentos en los que uno no puede evitar sentirse extraño. De hecho de ahí viene
la palabra “extranjero” (“chele”, como dicen comúnmente los nicaragüenses). Así me llaman muchos por la calle cuando se quieren referir a mi persona y no me conocen, simplemente por mi apariencia: "¡Chele, chele!". Pero sigamos, que no quiero hacer un análisis etimológico.
En
lo personal, también hay momentos en los que uno se siente raro, al estar ya
varios meses lejos de casa, de la familia y los amigos. Sobre todo al percibir
como la vida va pasando no solo por aquí, sino también por las personas que aprecio
que están al otro lado del charco. Y cómo el recibir noticias, tanto las alegres
como las penas, le ayudan a uno a no perder el contacto con las personas que
quiere. Sin embargo, al mismo tiempo no poder disfrutar o poder acompañar,
aunque sea simplemente desde la presencia pudiendo así “sentir con” ellas. Un
ejemplo en estas últimas semanas han sido la comunión de mi hermana Marisa,
pero también el fallecimiento de la Tía Paquita; así como la hospitalización de
mi abuela, con la consiguiente preocupación. Y no pudiendo estar cerca para
saber, conocer y estar como decía.
Y
es que por otro lado ser extranjero en Nicaragua es visto por muchos de sus
paisanos como sinónimo de riqueza, y por ello de consideración. Siendo muy
consciente que por mucho tiempo que pasase sería el eterno "chele", porque no
dejaría de ser extranjero a la vista de muchos.
En
cambio, esta experiencia me está permitiendo identificarme, en parte, con tantas personas
que viven lejos de sus lugares de origen. Bien porque emigraron o porque tienen
un familiar que al menos lo hizo y se encuentra lejos. Aquí son mayoría los que
viven el dolor de la migración. Aproximadamente 1 millón de nicaragüenses viven
fuera (de los 6 que lo hacen en Nicaragüa), sobre todo en los EE.UU. Costa Rica
y España. Lo cual está suponiendo desde las remesas que envían más de mil millones de dólares cada año. Siendo una de las mayores fuentes de riqueza del país.
¿Pero
se puede hablar de riqueza cuando muchas veces son las personas mejor preparadas
las que se van? ¿O cuándo nos olvidamos de los sacrificios y peligros a los que
se ven abocados/as? No todo lo podemos valorar desde lo económico, olvidándonos
de su relación con la dignidad de los hombres y mujeres. Dejando de lado una
perspectiva desde los Derechos Humanos que nos humanice a todos y todas.
También
esta semana, he tenido la oportunidad de acercarme más a esta realidad. Ya que
pudimos en la reunión de los lunes de las CEB, como en la de mi comunidad de
Valledulce, aproximándonos a la realidad de la migración en Centroamérica,
sobre todo en la travesía que supone el llegar, (los que consiguen hacerlo, sin
ser violadas, asesinados, atracados, sobornados…) a los EE.UU. ¡Cuánta
vejación!
Pero
el dolor no está solo en el sufrimiento de todas estas vejaciones, sino también
en la llegada y el trato recibido. Sin olvidar tampoco el dolor, y desestructuración
familiar, que supone a veces para la familia que se queda. En este sentir, me
impresionó sobre todo el poder escuchar por primera vez el dolor de las
personas que formamos comunidad, al relatar ellas cómo se fueron sus familiares y viven esa
lejanía con ellos. Como también las situaciones discriminatorias que
sufren. Comprobando cómo esos ansiados dólares, que les permiten
vivir un poquito mejor dentro de la pobreza, se cambian por dolores.
Además
de leer esta realidad desde nuestras vidas, no dejábamos de preguntarnos…
¿cómo ve Dios este trato, esta desigualdad? ¿Es que acaso no lo llamamos Padre
Nuestro? ¿No somos todos/as hermanos/as? ¿Es que no nos lo creemos? ¿Y si nos
lo creemos, lo vivimos? No dejemos de ser casa abierta para los demás…